Cuando Aday decidió ponerse a dieta jamás pensó que le sería tan complicado tener que prescindir de ciertos alimentos. Él pensaba que con un poco de ejercicio e inflándose a verdura empezaría a adelgazar evitando pasar hambre, pero estaba muy equivocado. Una cosa es el hambre y otra muy diferente es el capricho o las ganas de comer algo sólo por el mero hecho de que lo tienes prohibido. Tampoco pensó en los eventos sociales y en cómo debería conformarse con una ensalada mientras sus amigos comían de todo… simplemente pensó que todo iba a ser más sencillo que lo que parecía.
Se sentía mal, muy mal, frustado consigo mismo porque quería ser como los demás, comer lo mismo que los demás y estar igual de delgado que los demás. Pero él no era así, el anidaba todo lo que comía en su panza, en su pompis y en sus mofletes. Él era una especie de bebote grande y redondito a pesar de tener 28 años.
A veces, cuando estaba con sus amigos cenando en algún restaurante en una noche de ocio, se los imaginaba como si fueran cerdos comiendo de un gran barril con la intención de que le diera asco la comida que se llevaban a la boca. Sin embargo, no lo conseguía. Seguía viendo las salsas de la carne como un manjar, los postres como delicia de dioses y la cervecita como pura ambrosía. Pensó que tenía el cerebro programado para comer y era incapaz de desprogramarlo, como cuando un virus entraba en su ordenador e intentaba formatear pero el puñetero se empeñaba en querer guardar “recuerdos” antes de su borrado total. En su cerebro, el recuerdo que siempre guardaba por mucho que formateara era el del sabor de los alimentos. Sobre todo el sabor del chocolate caliente, de las fajitas mexicanas, de las hamburguesas y de las pizzas llenas de queso cheddar… En definitiva, que saboreaba cualquier cosa aunque no lo quisiera. Sólo con imaginárselo salivaba.
La inocencia de Aday
Una vez, en pleno verano, una amiga (muy fanática de las dietas) le dijo que no tenía por qué cerrar los ojos cada vez que viera a alguien tomando un helado, que podía hacerlo él también, sólo que eligiendo bien dicho helado. Le recomendó que tomara yogurt helado, porque es bajo en grasas, rico en nutrientes y libre de gluten. Le contó que una tarrina pequeña de smooy equivale a unas 150 calorías, que no es demasiado, y él, lleno de ilusión, se fue a comprar un helado Smoöy, pero claro, lo que no le dijo su amiga, es que no debía ponerle siropes y que los toppins debían ser de frutas, así que él pidió la tarrina pequeña, con sirope de chocolate y dos toppins: uno de cookies y el otro de galletas oreo. Lo hizo así durante un par de semanas, casi diariamente, y engordó un kilo y medio a pesar de seguir a rajatabla su dieta de verduras y proteínas. Pobre infeliz…
En otra ocasión, se propuso hacer una tabla de ejercicios que Internet recomendaba para perder peso, y se propuso hacerla cada día. Arriba, abajo, levántate, échate al suelo, levanta las rodillas, haz una sentadilla, salta con los pies juntos, camina ligero, una flexión, diez abdominales… el artículo seguía hablando por sí sólo y Aday ya se había cansado con el primer “levántate”. Su tabla de ejercicios vino a ser una especie de milagro similar al de Lázaro, su mente le dijo: “levántate y anda”, y él se levantó, anduvo y se cansó.
Pero Aday no es sólo un chico rellenito de 28 años, Aday somos todos y todas a los que nos sobran unos kilos de más y no conseguimos tener la fuerza de voluntad que tienen otros/as para perderlos. Aday somos todas aquellas personas que, tras mucho esfuerzo durante la semana, llega un sábado y nos saltamos a la torera toda la dieta porque no podemos soportar la idea de que nuestros amigos se inflen a tapas en el bar de la esquina mientras nosotros disimulamos sorbiendo lentamente una Coca Cola Zero. Aday eres tú, y yo, y él, y ella. Aday, queridos lectores rechonchentes, somos todos, y por eso deberíamos tener un poco más de respeto hacia aquellas personas, jóvenes o mayores, que pasean sus “lorcillas” en la playa, o que intentan hacer footing en mallas mientras la sociedad los señala con el dedo. Hipócritas. Pero somos así ¿verdad? Nuestra excusa para todo es que, la sociedad es así ¿no? Pues cambiémosla ahora mismo empezando por nosotros. Vamos a mirarnos un poco el ombligo que, a lo mejor, conseguimos algo…