Cuando el mar te devuelve la vida

Sus aguas, libres e inmensas, tienen el poder tanto de darte vida como de quitártela, por eso el respeto que debemos tenerle al mar, al océano, debe ser tan inmenso como lo es él. El mar puede ser calmo, tranquilo, como una gran piscina donde los niños juegan y las familias comparten grandes momentos, pero también puede ser bravo, tempestuoso e incluso puede destruir ciudades con sus inmensas olas, tsunamis que nos regala de vez en cuando a modo de espectacular fenómeno de la naturaleza.

El mar tiene fuerza y capacidad para muchas cosas, incluso para devolverte la sonrisa.

Hace algunos años la vida me dio un duro golpe, un revés que casi acaba conmigo. El psiquiatra Hernández se convirtió de pronto en uno de mis mejores amigos, él y la medicación que me recetaba para curar mi enfermedad, y todos sabían, incluso yo misma, que a pesar de lo mucho que me había ayudado, había llegado un punto en el que, lo que quedaba era cosa mía, debía nacer de mí, debía curarme yo sola.

Decidí cambiar radicalmente mi existencia, en todos los sentidos. Cambié de ciudad, de vivienda, de amistades, de trabajo e incluso de coche, y empecé de cero intentando no recordar lo que más daño me hacía. Sin embargo, había algo que me llamaba a gritos. Cuando vives en una ciudad que te da el privilegio de ver el océano cada día y cambias de residencia, te das cuenta de que necesitas esa imagen tanto como respirar. Empecé a echar más de menos al mar que a mi familia, y empecé a notar que eso podía traerme gravísimas consecuencias, de nuevo. Me di cuenta de que quería surcar los mares, navegar sobre sus aguas, calmas o no, y respirar libre como si tuviera el derecho de ir hacia donde me diera la gana, un derecho que a muchos nos quitan las fronteras y divisiones invisibles que hacen los países con vallas, muros y rejas.

Me inscribí en Nautimar para obtener varios de sus títulos náuticos porque ya lo había meditado, ya lo había consultado con la almohada y quería ser libre.

Dos años fueron los que tardé en obtener el PER y el PNB, pero con ellos en la mano cogí un año de excedencia, invertí todo lo que tenía en organizar un viaje desorganizado, y me uní al océano como si de una sirena me tratara.  No crucé el atlántico, tuve que ir bordeando la costa porque mi falta de experiencia me hacía demasiado peligrosa en un océano inmenso donde no sabes hacia dónde vas, pero fue suficiente para sentirme libre, para ir donde quisiera, para respirar ese olor a salitre y a playa constantemente.

Hubieron dificultades, estuve a punto de abandonar en más de una ocasión, pero no lo hice, aguanté, y estuve 365 días dentro de un velero a motor que me devolvió la vida, bueno… no el velero, el mar.

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