Ahora que se acerca la Navidad y, como cada año, empiezo a pensar en el menú de Nochebuena porque siempre nos reunimos en mi casa toda la familia, recuerdo cuando, hace un par de años, intentando ser original creé un plato que casi provoca los vómitos de adultos y niño, menos los del abuelo (que se come hasta las piedras). Es la típica anécdota graciosa que ese año nos dio la Navidad pero que viéndolo ahora, desde la lejanía, provoca la risa de todos los que estábamos sentados en aquella mesa.
Hacía pocos días que había visto en televisión recetas de solomillo y cordero con sala de turrón de Jijona, así, como suena, y me había quedado en babia viendo la buena pinta que tenían esos platos. Unos días antes de la gran cena probé a hacer esos solomillos con salsa de turrón y me salieron buenísimos. Recuerdo que mi hijo se chupaba los dedos y mojaba el pan en la salsa sobrante, fueron todo un exitazo. Así que, ni corta ni perezosa, pensé en hacer algo similar en Nochebuena, algo exótico.
Para empezar quería que el turrón con el que iba a hacer la salsa fuera espectacular, de calidad suprema, así que me fui directa a Adelia Ivañez, un establecimiento donde comprar turrón artesano de esos que te dejan el sabor en la boca durante horas. Compré tres tabletas de turrón de Jijona, lo recuerdo perfectamente, y luego quise hacer unos montaditos de caviar de caracol (que dicen que es exquisito) aderezado con gotitas de la salsa de turrón. Compré el caviar en este criadero de caracoles y me dispuse a hacer mi receta estrella de la noche.
Las caras cambiaban y yo no entendía por qué
Todo empezó como tenía previsto, con unos entrantes de entremeses ibéricos acompañados de ensalada de langostinos con salsa rosa, tras ellos iría el montadito de caviar de caracol y luego el plato fuerte: roti de pavo con ciruelas pasas. El problema fue que cuando saqué el montaditos y todos dieron el primer bocado empecé a ver caras raras con sonrisas falsas. El único que siguió comiendo a gusto fue el abuelo, los demás de miraban entre ellos manteniendo el montadito entre las manos. Yo no entendía qué podía pasar porque la salsa me había salido estupenda así que disimulé yendo a por más bebida a la cocina mientras el resto se quedaba en el salón. Cuando regresé me di cuenta de que, lentamente, seguían comiendo el montadito, probablemente por no herir mis sentimientos, pero se notaba que no les estaba gustando a ninguno así que me dispuse a probar el mío para ver qué narices estaba pasando…
No vomité en aquel mismo instante porque Dios no quiso. El caviar de caracol tiene un sabor extremadamente fuerte y os puedo asegurar que no encaja, ni una pizca, con la salsa de turrón de jijona. Aquello estaba asqueroso. Conforme tasté el primer bocado les pedí a los comensales que dejaran los suyos en sus platos y empecé a recoger los montaditos en medio de un silencio sepulcral hasta que mi hijo, que tiene el tacto en los pies, dijo: “si no llegas a decir nada y me lo tengo que terminar te aseguro que en media hora estoy en urgencias tirando la primera papilla”. Tras este comentario toda la mesa estalló en carcajadas, hasta yo misma, y parecía que la anécdota se quedaría ahí pero, por desgracia, no fue así. Minutos después el estómago de los que más bocados habían dado, incluyendo al abuelo, empezaron a removerse y tal y como había predicho mi hijo acabamos en el hospital. Fue la Nochebuena más absurda que he vivido en mi vida y todo por culpa de querer destacar con el menú y ser original.
Un consejo: el caviar, sea de beluga o de caracol, se come sólo, con mantequilla o acompañado de salmón pero no hagáis inventos raros o lo pagaréis muy caro.